Consideraremos ahora la teoría del
Renacimiento (o de la Reencarnación),
que postula la doctrina de un lento desarrollo,
efectuado persistentemente por medio de repetidas
encarnaciones en formas de creciente eficiencia,
por cuyo intermedio llegará un tiempo
en el que todos alcanzarán la cumbre
del esplendor espiritual, inconcebible para
nosotros actualmente. No hay nada ilógico
ni difícil de aceptar en dicha teoría.
Conforme miramos en nuestro entorno, observamos
esa lucha en la Naturaleza por alcanzar la
perfección, lenta pero persistentemente.
No encontramos ningún proceso de creación
súbita o de destrucción, tal
como lo postula el teólogo y, en cambio,
encontramos por doquier la "Evolución".
La Evolución es la "historia
del progreso del Espíritu en el Tiempo".
En todas partes, conforme miramos los variados
fenómenos del Universo, vemos que el
sendero evolutivo es una espiral. Cada vuelta
de la espiral es un ciclo. Cada ciclo se sumerge
en el próximo, y las espirales son
continuas, siendo cada ciclo el producto mejorado
del precedente y el creador de los estados
más desarrollados que le siguen.
Una línea recta no es sino la extensión
de un punto. Ocupa una sola dimensión
en el espacio. La teoría materialista
y la teológica serían semejantes
a esa línea. El materialista dice que
la línea de vida parte en el nacimiento
y que la hora de la muerte la termina. El
teólogo comienza su línea con
la creación del alma inmediatamente
al nacimiento. Después de la muerte,
el alma vive indefinidamente, estando su destino
determinado por lo que sembró en el
corto período de unos cuantos años.
No puede volver atrás para corregir
los errores. La línea sigue siempre
recta, implicando una cantidad limitada de
experiencia, y no habiendo elevación
alguna del alma después de la muerte.
El progreso natural no sigue una línea
recta como implican esas teorías; ni
siquiera un camino circular, porque eso significaría
dar vueltas continuamente sin llegar nunca
al fin, que sería lo mismo que emplear
sólo dos dimensiones del espacio. Todas
las cosas se mueven en ciclos progresivos,
de manera que puedan gozar de todas las ventajas
y de todas las oportunidades de desarrollo
que el universo de tres dimensiones pueda
ofrecerles, siendo necesario que la vía
en evolución tome el sendero de tres
dimensiones: la espiral que siempre va hacia
adelante y hacia arriba.
Bien sea que miremos la más modesta
planta de nuestro jardín o que examinemos
uno de los gigantescos árboles de California,
con metros de diámetro en el tronco,
es siempre lo mismo; cada rama, tallo u hoja
brota siguiendo una espiral simple o doble,
o en pares opuestos, que equilibra el uno
al otro, análogo al flujo y reflujo,
al día y a la noche, a la vida y a
la muerte y a otras actividades alternativas
de la Naturaleza.
Por todas partes se encuentra la espiral:
¡hacia arriba y hacia adelante, para
siempre! ¿Sería posible que
esta ley, tan universal en todos los otros
reinos, no rigiera también la vida
humana? ¡No puede ser! La misma ley
que despierta la vida en la planta para que
crezca de nuevo, trae al hombre para que adquiera
nuevas experiencias y progrese más
hacia la meta de la perfección. Por
lo tanto, la teoría del Renacimiento,
que afirma la encarnación repetida
en vehículos de creciente perfección,
está claramente de acuerdo con la evolución
y los fenómenos de la Naturaleza, con
la que no concuerdan las otras dos teorías.
Si miramos la vida desde el punto de vista
ético, encontramos que la ley del Renacimiento,
junto con la de Causa y Efecto, su compañera,
es la única teoría que satisface
la justicia y está en armonía
con los hechos de la vida que vemos en torno
nuestro.
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